Panorámica del campo de refugiados de Smara en Tiduff, Argelia.
Hace unos días mis queridos amigos Pedro y Amalia me preguntaron si volvería al Sahara argelino después de ver lo que he visto y pasar lo que he pasado. Que no fue tanto como parece.
Rotundamente le respondí que sí.
Han pasado unos días desde esa conversación y he vuelto a recordar.
Uno se queda parado y pasa por su memoria esa dura semana en el desierto, sin poder ducharte, con arena hasta en el último rincón de tu cuerpo, la carne de cabra que has visto degollar y morir en honor a ti, una carne dura y sin apenas guiso que tragas casi sin masticar. Además, sabiendo que las cabras se alimentan de todo lo que encuentran a su paso (papeles, plásticos, gomas, cuerdas), de todo menos pastos. El té y otro té y otro más y más y más y más té.
Visualizas a los niños del colegio; a Has y Salmud, que jugaron conmigo a descubrir en qué mano estaba el caramelo; a Jarcasa, la niña que me pidió lápices para escribir; al joven soldado Mamuni que me hizo bailar con música mauritana; a la pequeña Hela; a la señora Josefa, una alicantina, viuda, de setenta y muchos años, dispuesta a dar a los saharuis todos sus ahorros; a Sidiya y Sadbuh, nuestros taxistas; a Naja y Majuta, quien me pidió que le contara un cuento en español (al final fueron 5), luego ella me contó uno en hasanía, un dialecto derivado del árabe (no me enteré de nada, pero fue un momento muy bonito); al ex combatiente Sidiacman y a Hasana, entre otros muchos que pasaron por delante de mi cámara.
Mamuni baila con su herman Hela
Esta fue la noche que le llevé los lápices a Jarcasa. Nos habían invitado a cenar. Ahí está Josefa, rodeada de Sadbuh, Said, Yadafi, Jarcasa, Yalma y Hela. Fue una noche muy especial.
Sidiya Mohamed y yo en el Centro logístico de Ayuda Humanitaria en Rabuni.
Con mi familia de acogida. Mahala (i), su tía-abuela, Naja y Majuta.
Yo con ‘el amigo de Majuta’.
Pero hoy he recordado, no me preguntéis por qué, a Hafdla, un bebé de tres meses pero cuyo tamaño era el de un recién nacido.
Entré en su lúgubre habitación del Hospital de Rabuni, pero no lo ví. Estaba junto a Farra, su abuela.
Sin luz artificial, solo una ventana dejaba entrar algo de claridad.
Dormía oculto bajo una melfa (velo típico). Le dije a su abuela si podía verlo.
Allí estaba, dormido, con una respiración pausada, normal en un bebé. Sin pañal. Solo un bodi tres tallas por encima de la suya cubría la parte superior de su cuerpo.
Bajo la melfa doblada varios papeles de viejos periódicos hacían la función de empapador y bajo estos una espesa manta cubría la cama. Me acerqué para verlo mejor y preguntar que le pasaba. «Todo lo que come lo vomita» dijo la abuela.
Tragué saliba y disparé.
Tal vez algún día pregunte por él.
Hoy os dejo su foto, con la única intención de mostraros lo que viví.
Ahora, pasado un tiempo, analizo todo aquello, lo que sentí, lo que descubrí y vuelvo a responder rotundamente que sí, volvería.