Hoy este post no va de fotografía va de una historia.
Daniel, un niño de unos 12 años, paseaba por la calle en su ciudad, cazando Pokemons.
Sus padres le habían dejado salir a una zona céntrica y concurrida, algo más alejada de su barrio, para que fuera encontrando su espacio y confirmar la confianza que siempre había querido demostrar y que necesitaban depositar en él.
Le acompañaba un par de amigos de su misma edad. Reían y disfrutaban contándose los logros de sus nuevas capturas.
Durante el paseo Daniel se quedó unos metros atrás y fue abordado por un joven de unos 15 años que derrapó su bicicleta delante de él, se bajó y le dio una tremenda bofetada que quedó marcada en su cara…y en su recuerdo.
Lo hizo sin mediar palabra, sin razón, sin sentido, por pura maldad. Seguramente por presumir frente al resto de coleguillas y niñas que rodeaban a Daniel.
Ninguno de esa pandilla de chicos y chicas recriminó al agresor ni tomó cartas en el asunto. Síntoma de que todos escondían la misma cobardía que el agresor.
Herido en el orgullo y en la cara Daniel se marchó con miedo en el cuerpo, lágrimas en la cara y una triste experiencia que seguramente nunca olvidará. Que hay personas realmente malvadas.
Daniel se alejó tímidamente del grupo mientras escuchaba la palabra cobarde.
No se lo contó a su padre hasta que llegó la noche, a pesar de haber hablado por teléfono con él unos minutos después de la agresión. Entonces le había dicho que todo iba bien y que estaban en un centro comercial viendo los nuevos juegos.
Lo hizo por miedo a que no le dejara salir más por otros lugares que no fueran su barrio y no por un miedo físico hacia su padre.
(Para dejárselo claro a algunas personas los miedos del niño hacia sus padres, como dice la RAE en su segunda definición, es recelo o aprensión de que suceda algo contrario a lo que se desea. Y esto se extrapola a la retirada de juguetes, consolas, tabletas, salidas a la calle u otras consecuencias similares. No al ejercicio del miedo basado en la agresión física de los responsables de ese niño, siempre y cuando esto último no haya sucedido)
Al llegar la noche Daniel decidió hablar con su padre sobre lo ocurrido. La conversación se hizo intensa. En ocasiones cargada de rabia, pero también de razonamientos, donde Daniel comprendió que lo que sus padres le habían aconsejado tantas veces era por su bien y que le guste o no en el mundo no todos son buenas personas.
Tal vez si Daniel hubiera sido educado de un modo diferente al que eligieron sus padres, quién sabe si hubiera reaccionado a esa agresión y quizás las consecuencias hubieran sido mucho mayores que un solo tortazo en la cara.
«No existe un interruptor on/off
que encienda o apague
a actitud de las personas»
A pesar de lo que incluso algunos parientes cercanos piensan de Daniel siempre se le inculcó ser un chico bondadoso, educado y estudioso, sin olvidar que no es un robot programado y que con 12 años y siendo un preadolescente no se puede pretender que esos valores sean una prioridad en su día a día. No existe un interruptor on/off que encienda o apague la actitud de las personas o un dial donde seleccionar el comportamiento ante determinadas situaciones. Menos aún cuando algunos valores o formas de actuar aún se están asimilando. Si ni siquiera los adultos sabemos comportarnos en según qué situaciones cómo podemos exigir lo mismo a los niños.
¡Hay mayores que creen que esa educación y el respeto hacia ellos se consigue con un “buen bofetón” a tiempo! ¿Un bofetón? ¿Cómo el que le dio el joven macarrilla en la calle a Daniel?
La cultura del bofetón va quedándose atrás, como se quedarán esos niñatos que buscan pelea para sentirse admirados. En el fondo de todos ellos se encuentra la falta de afecto, de valores, de reconocimiento, de motivación, de consecuencias ante una actitud inadecuada, de buenos ejemplos y de charla familiar.
Darle donde más duele para que aprendan nuevas lecciones de la vida no es sinónimo de bofetón. Darle donde más duele también es hablar a diario con ellos, reaccionar ante determinadas acciones alejadas de una buena actitud retirándoles aquello que desean. Llámalo videojuegos, bicicleta, fin de semana de cine y hamburguesa, móvil…
Cuando su mente está centrada en un vídeojuego y alguien le interrumpe constantemente es más que probable que dispare un “déjame ya” con un tono algo más elevado de lo normal. No defiendo que esa reacción sea la adecuada pero ¿acaso no lo hace un adulto cuando está inmerso en una actividad como ver la televisión, leyendo un libro o atendiendo algo que le interesa muchísimo? ¿Sois perfectos en las relaciones sociales? Me temo que ninguno lo somos a pesar de creer lo contrario, elevar nuestros egos y darnos golpes en el pecho como los gorilas opinando sobre educación.
Por esta razón se les llama la atención, se les acusa de estar enganchados a los videojuegos, teléfonos, tabletas y ordenador pero el adulto no da ejemplo. Comemos mientras miramos los whatsapp o la redes sociales, les decimos que no molesten más, les alejamos diciéndoles que se vayan a jugar un rato. ¿De qué nos sorprendemos si hemos convertido la televisión y las nuevas tecnologías en nuestra particular guardería?
Y cuando tú demandas su atención, tú, que no se la prestas cuando ellos la requieren, ¿vas a enfadarte porque dices que te está faltando al respeto? ¿Dónde está tu ejemplo?
Tú, que se lo has consentido todo desde que nació porque te daba pena decirle ‘NO’ para que no llorara, apoyándote siempre en la frase “es que es muy chico” ¿qué pasa ahora?
Vosotros que calificáis de autoritarismo lo que otros llamamos educación, respeto y compromiso ¿seguís sin ver la diferencia?
¿Qué pensabas? ¿que seguiría siendo un bebé toda la vida, sin personalidad, carácter o capacidad de decisión?
Tú, que preferías usar “respetuosamente” la mano, algo que requiere menos esfuerzo para hacer valer tu posición de adulto que esforzarte en dar argumentos usando la palabra, ¿vas a pretender que te escuchen por el simple hecho de ser mayor?
Si quieres que te escuchen, te respeten y aprendan, siéntate con ellos, háblale, explícale, ponle ejemplos, muéstrale las consecuencias de sus actos pero no pretendas ganarte su respeto con un “bofetón” apoyándote en que a ti te enseñaron así.
Ocurre que hay quienes pretenden educar en valores cuando el niño ya es un joven y el esfuerzo que eso conlleva es mucho mayor. El error puede estar en no hacerlo desde que son bebés.
El ejemplo es sencillo: Si al niño cuando tiene 4 años le dejas decir palabrotas y le ríes la gracia él seguirá diciéndolas. Cuando crezca y quieras cortar esa actitud será más difícil hacérselo entender porque ya lo tiene asumido en su vocabulario. Ahí vendrá el conflicto.
«De aquellas frases viene ahora estos
niñatos macarrillas que se creen los
reyes de la calle, colegios e institutos»
Lo mismo sucede cuando en vez de inculcarle en la no violencia y el respeto le instigas a que si alguien se mete con él le dé una patada en sus partes mientras veis Pressing Catch. De aquellas frases viene ahora estos niñatos macarrillas que se creen los reyes de la calle, colegios e institutos.
Niños con las hormonas exaltadas que buscan demostrar que ellos mandan en el corral. Niños que se sientan junto a padres, abuelos u otros parientes a ver programas de televisión inadecuados para su edad porque es más cómodo tenerlos ahí callados que tratar de convencerles de que se vayan a leer un buen libro.
O niños que no quieren estudiar, te convencen y les dejas la consola o el móvil. ¿Crees que con 15 años le vas a convencer fácilmente de que estudie, cuando no lo ha hecho en 10 años gracias a tu falta de autoridad en el hogar? Requerirá un esfuerzo mucho mayor y no siempre con resultados positivos.
Los adultos exigimos respeto por parte de los más jóvenes. Queremos hacerles callar y que no contesten o repliquen nuestros comentarios. Queremos que obedezcan a la fuerza, sin razonamiento alguno, sin darles estímulo y sin escuchar su opinión o sus argumentos. Queremos sumisos, animales de compañía, olvidando que aunque sean niños también hay que darles algunas explicaciones, aunque no las comprendan o compartan todavía, y también mostrándoles nuestro respeto. Y esto no significa darles la razón o consentirles todos sus deseos sino ir sembrando de conocimientos y comportamientos su vida para que no solo les ayude a vivir del mejor modo posible, también a ser buenas personas.
Daniel nunca fue educado en la provocación de conflictos, ni en el macarreo callejero. Fue educado para que tratara de encontrar la lógica de las cosas, en ser justo, en defender sus derechos, en cribar aquello que no le aportaba y sumar aquello que le hiciera feliz y buena persona. Siempre sin hacer daño a nadie para conseguirlo. El tiempo dirá si sus padres lo lograron.
Siempre le dijeron en casa que cuando defendiera algo lo hiciera con argumentos, aunque no convencieran ni a su padre o a su madre. Y es que ser adulto no es sinónimo de tener siempre la razón por mucho que le duela a los mayores.
«Se debe inculcar el respeto
hacia todas las personas y en general
hacia todo el entorno que nos rodea»
A los niños siempre se les ha inculcado el respeto hacia los mayores. Creo que es un error. Se debe inculcar el respeto hacia todas las personas y en general hacia todo el entorno que nos rodea y lo que en él se incluye. Pero ser respetuoso y educado no está reñido con tener o no razón. La edad no te la da. Te la da tu actitud, tu comportamiento y tu ejemplo.
A pesar de que sus padres siempre fueron conscientes de que la educación familiar solo eran un cincuenta por ciento de todos los estímulos que Daniel recibiría a lo largo de su vida sabían que esos valores quedarían en él para siempre, aunque fueran de un modo diluido. Y que también aprendería y descubriría multitud de cosas más allá de las paredes de su hogar, cosas que en muchas ocasiones prevalecerían por encima de los consejos o la educación recibida en el hogar.
Por este motivo su padre siempre trató de argumentar cada una de sus decisiones aunque como es presumible siempre existieron esas discusiones en las que no había lugar para la negociación y donde la decisiones de los padres se convertían en lentejas.
A Daniel nunca antes le habían abofeteado la cara. Sí había recibido algún azote en el culo ante una actitud o comportamiento muy reprochable y donde no cabían más explicaciones. Su padre siempre decía que “cuando una mano toca un culo es porque lo que hay que decir ya no puede expresarse con palabras” (léase esto último con el humor correspondiente)
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